“Literatura de viajes: a otros mundos, en busca de otro destino humano”
La escritura de los relatos de viaje, irresistible tentación de la alteridad, se afinca en dos anhelos del viajero: narrar proezas o aventuras inauditas, dimensión épica; demostrar su derecho a ejercer un privilegio de carácter político, económico, moral y artístico, función propiamente ideológica (cf. Friedrich Wolftzettel, “Le discours du voyageur”). En otra perspectiva, el éxito del relato ante un público revela la inclinación al exotismo, un deseo de lo otro o un deseo de sentir los propios límites ampliados, aspiración que cobra formas múltiples.
La clase dirigente francesa, como lo hizo la iglesia, ha dedicado una atención cada vez mayor a estos relatos a proporción de su hegemonía. Los siglos XVIII y XIX han conocido un gran auge de la literatura de viajes, muchos con el fin de completar el saber. Al mismo tiempo, el conocimiento de otras tierras servía de apoyo a la doctrina de la colonización de los países “civilizados”.
También, en especial en el siglo XIX, venía a incentivar nuevos anhelos de empresa militar marítima, como los libros de Pierre Loti (publicados entre 1882 y 1906). La lectura de estos relatos, como los de Jules Verne, ha marcado el conocimiento del mundo en la era de la fe en el progreso y en el destino rector de Francia sobre el mundo, modelo ideológico animado por las esferas oficiales y cuyo triunfo son la Exposición Universal de 1900. La Primera Guerra Mundial pone un sello de angustia sobre las aventuras militares, pero no mengua la voluntad de expansión Colonial, al contrario, las tierras nuevamente colonizadas son el espacio donde realizar un destino excepcional. El exotismo se matiza de interés material, como lo muestra la brillante Exposición Colonial de 1937. La fascinación por los otros mundos no disminuye, al contrario: si quedan pocos “salones literarios”, en ellos tienen fuerte presencia los diplomáticos y viajeros, sobre todo cuando tienen talento de escritor (Claudel, Paul Morand). El testimonio se difunde por la prensa, hacia círculos más amplios.
En su tiempo, Antoine de Saint-Exupéry se sintió fascinado por estas lecturas que han constituido una parte notable de la biblioteca de los adolescentes. En su juventud, tuvo el privilegio de encuentros frecuentes con viajeros y con hombres de las esferas políticas y empresariales, ligados a la aristocracia. Madame de Letrange, distinguida anfitriona parisina (una tía de Saint-Exupéry), fue quien lo presentó a André Gide, recién regresado de sus viajes por África. Pero sus elevados ideales y su pasión por la obra de pionero de la aviación le llevaron a una visión humanística distinta que le acercaba a los escritores y pensadores del unaminismo, la de la superación del hombre a través de las tareas concretas colectivas en su cotidianeidad.
Sus biógrafos destacan su lectura de Jules Verne, cuyas obras conceden gran importancia al conocimiento de geografías lejanas. Llama la atención el que su título preferido fuera “Les Indes Noires”, descubrimiento del mundo subteráneo (las minas de carbón) en que los hombres capaces de superarse pertenecen a la “aristocracia obrera”, un libro muy próximo a ciertos textos del romanticismo de cuño social como la novela de George Sand sobre la industria cuchillera de Thiers.
Las ficciones de Saint-Exupéry promueven la idea de voluntad de acción generosa en el mundo y enuncian la tarea pionera de dominio de un espacio nuevo por una generación nueva, dimensión épica. Pero también sugieren el anhelo de un mundo sin limitaciones, una ensoñación de lo infinito, dimensión espiritual que linda más con las obras de imaginación que con la literatura de viajes. En ella estriba gran parte del mérito de este escritor para nuestro tiempo.
François DELPRAT
Université de la Sorbonne Nouvelle – París III