Volver a Concordia
Las ruinas de San Carlos, cerca de Concordia, Entre Ríos, revela a primera vista, el espíritu pujante de quien hizo construir esa residencia a fines del siglo XIX. Si bien creemos que su aspecto no debió ser todo lo ostentoso que se pretende, la piedra de los muros, el hierro de las rejas del patio de honor y de las ventanas y las ahora faltantes losas de mármol blanco y negro de las terrazas, mostrarían – en medio de ese paisaje abierto al río – el aprecio del constructor por los materiales nobles, sólidos y durables.
El castillo fue construido en 1888 para residencia de su dueño, M. Edouard Demachy, y allí funcionaba también la administración del saladero que éste vino a regentear.
La exportación de carnes saladas y de cueros enriquecía a los productores de la pampa húmeda, pero desde el litoral argentino y del vecino Uruguay, aunque más modestamente, se aportaban también toneladas de carne salada, millones de cueros secos, quintales de grasa para velas y jabón. Antes de mediar el siglo XIX el General Urquiza fue el gigante productor que competía con los hacendados porteños. En Concordia los saladeros de Bica, Nebel, Lesca, Cinto y Suburu, aunque menores en importancia, carneaban arriba de doscientas reses diarias. Entonces hacia esta región argentina se dirigió un empresario francés para hacerse cargo de la explotación del saladero “Uruguay”, revitalizado por capitales aportados por el banquero lionés Charles Auguste Demachy. Era Edouard, su hijo, cuya historia románticamente enlazada por la leyenda popular ha llegado hasta nosotros.
La llegada de Edouard Demachy al puerto de Concordia en barco propio, trayendo en sus bodegas muebles, cuadros, cortinados, alfombras, esculturas, vajilla y platería, objetos costosos y elegidos con refinado gusto, no asombraría a la comunidad de entonces porque ya se había intuido la opulencia de los propietarios durante la construcción del castillo, las dependencias y los galpones.
Nada importa ahora que en las ruinas del castillo no queden rastros de aquella magnificencia que lo adornaba, tan inusitada resulta la presencia de ese edificio mutilado, semiderruído en medio de las verdes lomadas junto al río de alborotada corriente que, al verlo, la imaginación se desboca. Las ruinas son apenas centenarias. Hasta hace poco más de sesenta años “el castillo” aún servía de vivienda familiar amplia y confortable. Resulta difícil entonces, separar los datos verídicos que en viejos archivos se guardan, del relato romancesco que surge como leyenda pueblerina: ese deslumbrante y fugaz ajetreo que animó días y noches de aquella suntuosa mansión del francés.
Edouard Demachy no se limitó a construir ostentosa vivienda para sí, ni alhajarla con tapices, gobelinos y muebles de estilo que por su rareza en el medio admirarían a muchos. Hombre de solvencia económica y visión progresista, instaló a orillas del Uruguay una empresa rentable. Dio trabajo a más de novecientos operarios e hizo construir en su predio – realizando desconocida obra social – casas habitación en piedra y madera de la región para alojamiento obrero. Edouard llegó a Concordia con su mujer, Yolande hermosa y mundana, y con el pequeño hijo de ambos, cuyo nombre ha quedado en el olvido, en el misterio. En el parque plantó árboles de especies europeas, hizo de las lomadas jardines que daban al lugar una nueva fisonomía, cambió el aspecto del sitio como para enmarcar una generosa y refinada manera de vivir. En 1892 Edouard Demachy viajó a Francia con su familia. Dejó la casa puesta, pero nunca más volvió a Concordia.
¿Qué hechos jugaron en la vida del hombre para esta aparente huida embozada de misterio? ¿ Desavenencias familiares por el forzoso transplante? ¿ Algún oscuro, equívoco error en sus asuntos empresariales? Nadie ha podido responder con exactitud a estos interrogantes. Y así nació y creció la leyenda alrededor de este personaje detrás de quien quedaban los años de un París vivido, sin dudas, intensamente. Una crónica del diario local señalaba a su arribo: “ Procedente de París llegó M. Edouard Demachy, francés de gentil apostura, cuyos modales rumbosos trasuntan una existencia acomodada. No es conde, ni marqués, ni senador. Es algo más que todo eso: es el hijo de uno de los banquero más opulentos de Francia, con cuyo capital sostendrá la instalación de un saladero en nuestras costas. ”
Al partir Demachy quedaba la inercia del trabajo puesto en marcha, la insatisfacción de los acreedores, las conjeturas del personal. Durante un tiempo bastante largo, por la buena gestión de sus administradores, el establecimiento siguió produciendo, pero al suspenderse los envíos del capital operativo desde Francia, las deudas determinaron la bancarrota. La propiedad salió a venta pública, mas nadie la adquirió. Los impuestos impagos provocaron la incautación del bien por el municipio. En una época éste lo cedió en préstamo al vecino regimiento de caballería. Luego fué alquilado a particulares como lugar de veraneo, más tarde fue campo arrendado con vivienda familiar amoblada. Nuevos habitantes llenaron los vastos aposentos del castillo. Visitantes ilustres certificaron su paso por allí, como Antoine de Saint-Exupéry, el poeta aviador huésped de los arrendatarios M. y Mme. Fuchs Valon, en 1929/30. Fue él quien dejó, en el capítulo V° de “Tierra de Hombres”, “Oasis”, una de las descripciones más poéticas del lugar, al que tildó de “castillo de leyenda”. En ese mismo capítulo bosqueja las personalidades de las hijas del matrimonio Fuchs Valon – Edda y Suzanne – que tienen turbadoras semejanzas con la del personaje principal de su obra “ El Principito”. Años más tarde no se renovaron los contratos pactados con M. Fuchs, quien adquirió otra propiedad en las cercanías.
Al quedar vacía la casa fue, poco a poco, desvalijada, y en un incendio – que se presume intencional para ocultar los saqueos perpetrados – se perdió lo que aún quedaba a fines de los años treinta. El agua de las lluvias, el azote del sol del varno, los fuertes vientos primaverales sumaron a aquellos estragos los naturales. Abandonado a su suerte el otrora castillo o mansión fue perdiendo primero su gracia, su integridad después y bien pronto hasta su dignidad: las cocheras – único ámbito techado – se convirtieron en refugio de malvivientes. Deshonrado por la decadencia terminó en las ruinas que vemos en la actualidad.
Edouard Demachy es una leyenda en la imaginación popular. Leyenda las fastuosas fiestas, las industrias, la fábrica de hielo, el saladero, ya que toda su realidad quedó envuelta en la malla sutil de una novela cuya conclusión queda librada a la imaginación de los visitantes. Pero el castillo no ha muerto. Mutilado, herido, despojado, se yergue como descarnado esqueleto frente al río inmutable. Con la altivez de su noble origen desafiando, orgulloso, los insidiosos ataques del tiempo.